lunes, 29 de abril de 2013

Y llegó Sant Jordi...

23 de Abril. Sant Jordi. Un día muy especial en Catalunya. Una tradición que admite sin ambages calificativos que podríamos considerar, como mínimo, un pelín cursis. Bonita, entrañable... cosas así. Claro, que no es lo mismo intercambiar flores y libros que hacer el capullo a caballo mientras intentas clavarle una lanza a un toro para acabar cortándole los testículos y pasearlos por el pueblo mientras te empapas en alcohol. Creo que en este caso, tales adjetivos están justificados. A mí me encanta Sant Jordi, y eso que he vivido muchos años en los que he maldecido ese día hasta el paroxismo. Veréis, trabajé en una gran librería del centro de Barcelona desde finales de los 80 hasta principios de la década del ¿00?.  El caso es que, para una librería con un potencial mediano tirando a grande, el día de Sant Jordi se extiende durante, aproximadamente, tres meses (en el mejor de los casos). Sería una especie de puerto de montaña ininterrumpido con una brutal subida justo en medio. Una librería puede vender en un solo día de Sant Jordi el diez por ciento de su facturación anual. Yo trabajaba en el almacén. Mi labor era recepcionar los libros, cotejar albaranes, introducir las cantidades en el sistema, etiquetarlos, separar los que iban a tienda de los que iban a la parada de venta en la calle y dejarlos listos para el día de marras, amén de continuar con el procesado habitual de libros para la tienda, claro... Más o menos a principios de marzo comienzan a incrementarse de manera significativa las entregas de libros.  Los escritores consagrados aprovechan para sacar sus novedades, y los personajes populares en los medios de comunicación (por mor de programas de humor, de cocina, de autoayuda, de economía, etc...) también suelen sacar su libro intentando "envasar" en papel la fórmula que les ha dado masivo reconocimiento. A partir de marzo, como decía, la avalancha es continua. Cientos de cajas se apilan en el almacén. El trabajo es frenético. Este para tienda, éste para la parada, éste para la firma del autor... no hay tregua. Por fin, llega el día de marras. Te pones en marcha a las siete de la mañana. Se monta la parada, se llevan los libros, se instalan máquinas registradoras, generadores de electricidad, se ordenan los libros, y se espera a la marea humana que invade las calles de Barcelona buscando el libro idóneo para el regalo o, simplemente, disfrutando del día. Comes apresuradamente, y vuelves al tajo. Vende, acarrea libros, busca cambio, retira los libros de un autor, coloca los de otro... Así hasta las diez de la noche, cuando apenas tres o cuatro curiosos todavía inspeccionan los libros de la parada o de la tienda bajo la mirada de una especie de zombis reventados que aguantan como pueden en pie. Se retiran los libros de cualquier manera, se apilan en los pasillos de la librería, y a casa ¿Se acabó? No, en absoluto... Al día siguiente, baja los libros sobrantes al almacén y comienza con el trabajo de las devoluciones a proveedores de lo que no se ha vendido. Como decía, en total unos tres meses de trabajo para un solo día. Y sin embargo, a pesar de las pintorescas maldiciones (¡Joer, ya podía haber matado el dragón a Sant Jordi!), del cansancio y de la brutal acumulación de faena, un servidor siguió amando el día de Sant Jordi. Libros y flores. ¡Es que suena bien!

Tras el cierre de la librería a principios de los 00 (al final será conocida como la Década Light...) pude disfrutar como espectador del Día de Sant Jordi. Me di el gustazo de pasear por Barcelona incrustado en la riada de perezosos caminantes que bajaban por la Rambla Catalunya disfrutando del espectáculo, y con cierta compasión por los pobres desgraciados que afrontaban el día como yo lo había hecho durante quince años. Comprar algún libro, la rosa de marras, comer tranquilamente sin mirar el reloj, volver a casa con calma... creo que me lo merecía, y me tomé cumplida venganza de esas jornadas frenéticas que había vivido preparando el Día del Libro.

Este año, 2013, he vuelto a ponerme detrás de una parada de Sant Jordi. Pero no ha sido lo mismo. Apenas cuarenta libros en una bolsa de papel, una cubitera con buen cava del Penedés, una mesa de camping, la inexcusable senyera (este año más difícil de encontrar en su versión "sin estrella") y a Cornellá. Al Cornellá donde he vivido casi cuarenta años. Me hacía ilusión disfrutar este Sant Jordi tan especial en mi ciudad. Sin presiones ni expectativas altas, ni siquiera medianas... Sentarme tras la mesa, echarme al coleto unas copitas de cava y disfrutar del día. Y si se vendía algo, miel sobre hojuelas, puestos a ponernos cursis. En Cornellá me esperaba mi estimada Mercedes, compañera de pupitre de la infancia felizmente recuperada para la causa. Han pasado los años, y sobre todo ha pasado la vida, arrasando esperanzas, inocencias, creencias que tomábamos por inamovibles, pero aquí estamos de nuevo, y la veo esperando con un montón de bolsas en el suelo y no puedo ni quiero evitar un interno estallido de alegría, combinado con la furtiva lágrima de una ópera que ahora no recuerdo.

Total, que allí estamos, en la Plaça Lluís Companys de Cornellá. Montamos la paradeta, con sus libros ordenados en forma de abanico, con dos pilas de reserva detrás (yo sé que volverán para casa, pero en un día como éste tiene que haber pilas de libros por narices), la cubitera con su carga de hielo y un cavita bastante apañado, y una tarta de chocolate que ya de buena mañana hace salivar. Cuando todo está montado y me estoy fumando el cigarrito de los catalanes que hacen cosas, que diría nuestro inefable Presidente, viene un caballero con pintas, maneras y dicción de Presidente de Comunidad de Vecinos con ínfulas, un individuo con aspecto de usar el vocablo "mayormente" con fruición y liberalidad. Que qué hacemos allí. Me dan ganas de responderle que hemos montado la parada para atraer vírgenes y luego sacrificarlas quemándolas vivas, ya que somos una secta que adora al dragón cruelmente sacrificado por Sant Jordi. Pero me puede la educación, que cada vez veo más como "ese cuchillo que nos corta las alas a tipos como nosotros" de la canción de Ilegales. Le respondo que intentamos vender mi libro. Nos espeta que quién nos ha dado permiso. Le contestamos que el Excmo (¿o será "Ilmo"?) Ayuntamiento de Cornellá de Llobregat nos ha expedido el correspondiente permiso para montar la parada en la Plaça Lluís Companys, a la sazón sita en dicha localidad. Claro, yo también le habría podido decir que no tenía por qué darle explicaciones a un individuo que parece venir directamente de presentar un festival de rumbas, pero volvamos al punto de la educación de unas líneas más arriba. Que allí no podemos estar, porque se va a efectuar una lectura de poesías y textos y que estamos en medio. Le respondemos que no hay ningún tipo de señalización o advertencia sobre dicho evento y sobre la imposibilidad de instalar allí nuestro chiringuito. Nos vuelve a espetar que claro, que nos hemos puesto allí a nuestro antojo... empezamos a perder la paciencia, el tono que sube, el clon de Justo Molinero sentando sus reales y su dominio de mafioso de opereta sobre el rincón de la lectura, hasta que sí, la maldita educación, combinada con el deseo de pasar un buen día, nos hace mover la parada unos metros fuera de los sacrosantos dominios de Míster Americana Mojada de Cornellá 2013. Unos abueletes nos ceden gentilmente el banco donde estaban instalados (con una predisposición a la que no es ajena la simpatía y exuberante presencia de Mercedes) y empieza Sant Jordi.

Y allí estamos los dos, más de treinta años después, otra vez sentados tras una mesa, otra vez un servidor soltando chorradas y gracias de dudoso ingenio para que Mercedes se ría, y ella sigue volcando sobre mis oídos su risa adictiva, y bebemos cava, comemos tarta, y echamos el anzuelo al río de nuestra infancia y pescamos algún recuerdo. Los examinamos con atención, hablamos sobre ellos, los devolvemos al río, y vuelta a empezar. Un sol de justicia cae sobre nosotros, nos calienta los brazos y nos acaricia el alma. Sí, las traiciones, la desesperación, la tristeza, el desamor,  todo sigue ahí, pero hoy no cuentan. Hemos pedido una tregua y parece que nos ha sido concedida. Llegan amigos, firmo libros, compartimos el cava y el pastel con ellos, algún curioso hojea y ojea "Inercia", incluso alguno lo compra... Una señora, mientras se zampa un trozo de pastel, lee la contraportada y me dice que "de qué van los cuentos, que en la contraportada hablo sólo de mí". Me dan ganas de responderle que es difícil resumir en una contraportada la temática de los aproximadamente ochenta cuentos que componen "Inercia", pero que puedo enviarle un resumen a su domicilio junto con el resto de pastel, pero me callo y sonrío amablemente, con esa sonrisa estúpida que se te instala en la cara cuando intentas vender algo.

Vender "Inercia"... Sobre todo, vender "Inercia" a un desconocido, a alguien que se planta frente a tu puesto y le echa un vistazo al libro. Alguien a quien le llama la atención lo de "relatos de amor y horror", que lee las cuatro frases que has pergeñado en la contraportada y que saca un billete del bolsillo y te lo entrega a cambio del producto de tu imaginación, de tus traumas mal curados (o simplemente sin curar), de tus sueños, de tus decepciones, del difícil tránsito por la vida de alguien que nunca comprendió el manual de instrucciones como nunca pudo interpretar un simple mapa. Todo eso, impreso en un pequeño fajo de hojas que alguien se lleva tras haber puesto durante unos segundos en una balanza la esperanza de que mi libro le entretenga, por un lado, y por el otro el escepticismo de pagar once euros por el fruto de los desvaríos de un señor con sombrero borsalino y camisa de cartero americano que se tuesta bajo un sol de justicia mientras trasiega una copa de cava. Y a uno le entra una vergüenza de estafador consciente de que lo que a mí me emociona a ese señor, o a esa señora, le puede parecer una absoluta cursilada. Y a pesar de eso, me dan ganas de decirle, mientras sostiene el libro y se dispone a marcharse: por favor, sea benevolente con mis personajes. Cada uno es un trocito de un servidor. Les he hecho sufrir, llorar, desesperarse, los he aterrorizado, torturado, y si uno no fuera tan descreído y la frase sonara a palabrería cristiana, han muerto por mí, por exorcizar mis terrores, mis pesadillas y mis errores, mis sueños despedazados y mis malos pasos. Si no le gusta el libro, simplemente déjelos descansar en paz. Y gracias por los once euros. 






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